1. «Esta vida es de locos, tenemos que cambiarla»
Aún somnolientos nos disponemos a
partir de estas tierras de cultivo y sequía. Lo hacemos con el regusto de la
ginebra de anoche en la boca, pero lo hacemos realmente porque agosto es quizá el mes más nostálgico del verano.
Lo cierto es que siempre que se avecina un cambio, el viaje es necesario. El
viaje improvisado y el viaje necesitado. Son dos de las cosas que me vienen a
la cabeza cuando, mirando por la ventana, pienso en aquello que me dijo una vez
una profesora, algo así como que tratáramos de vez en cuando de escapar para
evitar la asfixia, el mal del individuo, la discordia.
Mi última asfixia ha durado 30
días. Ha durado 30 días y mamá nota mi delgadez, las ojeras. Me tacha de
enferma, pero sabe que no lo estoy, que no se trata de ningún desorden, sino de
una preocupación, una obligación ajena a mí. Y confieso que he estado más
muerta que viva, más errante que racional. Pero he estado aquí, he estado aquí,
sí, lo sé porque he notado la lágrima y también he notado la voz en la cabeza
cuando todo estaba en silencio. Todo aquello que decía «tienes que, tienes que,
tienes que» y yo procuraba obedecer. Ahora el silencio es quebrantado por la
carretera y la frontera, por el hecho de dejar atrás, ignorar la ausencia, la
realidad. ¿No es acaso cierto aquello de que lo ilógico es lo más saludable?
Creo recordar, en estos campos
calurosos, que el corazón ya había partido en busca de la belleza más pura, sin
embargo continua latiendo de forma ambigua, lenta y bastante enfermiza. Hasta
cuándo, me pregunto, por qué. Y me viene a la cabeza la frase de mi casera, con
ese rostro suyo, tan marcado por el paso de toda una vida; tan apagado, tan
brillante. Dijo «esta vida es de locos, tenemos que cambiarla». ¿Pero qué es el
cambio salvo la inflexión, la búsqueda imparable? ¿Qué es el cambio salvo el
inhóspito proceso que aguarda la esperanza de, el deseo de?
2. El océano, Lisboa y un reencuentro
Lisboa huele a océano, huele a
atlántico. El atlántico no es bonito, pero Lisboa sí, es puro caos, color,
desgaste, vida. Lisboa es bonita con sus callejuelas y sus restaurantes y toda
esa gente que mira y camina y camina y mira, y habla tal vez sobre alguna cosa
que no entiendo pero que quizá llegase a comprender si supiera, si conociera.
Este caos es el caos que simula la espontaneidad que siempre persigo, la
plenitud del momento, los amigos, la franqueza. Este caos para el motor, la sal
en la piel y en el pelo, el sudor, el hambre de ver, conocer. El hambre de amar
a quien ama, lejos de la orilla, lejos del cómplice, cercano a la verdad.
Y entonces me convenzo: lo
extraño es lo imprescindible, aquí, en la colectividad más absoluta, en las
aglomeraciones, en las palabras, los abrazos y las risas. Ello implica también
dormir en un albergue con asiáticos, en literas que chirrían, que hablan de
destinos baratos. Nieve explica que la juventud está aburridísima, que nos
recibimos siempre con los brazos abiertos porque buscamos el consuelo, la
observación. Nos recibimos y nos miramos para ver, estudiar y tal vez también
comprender. Nos miramos y en el fondo sabemos que después del trago siempre
continúa la sed. Somos humanos, nos comunicamos a través del lenguaje, del
cuerpo. Somos humanos y aún así parece que nos cuesta ver que la gravedad
repercute y cae en todos, que el destino es saber cruzarse, saber aprovecharse.
Bailar entre forasteros, callejuelas bohemias, alcohol barato y malo.
3. «Era bonito mirarte y ver que había amor»
En el Monasterio de los Jerónimos
de Belém rezo. Rezo por mi vida y la de Nieve, que está aquí a mi lado y
también implora. Reza quizá por la muerte inoportuna e injustificable. Quizá
también pide por la erradicación de la enfermedad y por el cariño de los suyos,
la benevolencia del futuro. Me santiguo y miro las vitrinas, la arquitectura,
tan oscura, tan pasionaria. Toco las columnas, dono dinero a la pobreza del Silencio.
Sí, es cierto, hago penitencia, pero también imploro misericordia y luz, mucha
luz.
Hago fotos y reflexiono sobre por
qué no escribo como antes. Luego me tomo un café y dormito con alguna escapada
ilusoria. Estoy bien, ahora mismo estoy bien; estoy bien repito, lo noto, lo
siento aquí en este tranvía, estás lejos, te añoro, pero estoy bien, pienso en
lo bonito que era mirarte y ver que había amor. Quizá te vuelva a mirar y siga
estando ese amor, ese cariño. Por ahora, cuando lo hago, sólo hay recuerdo.
4. El retorno
Sé que decir adiós no es fácil,
pero estoy acostumbrada a pronunciar esa palabra, a cerrar puertas, mover la
mano en señal de despedida, forzar la sonrisa melancólica que tanto me asusta.
Vuelvo con Nieve a la ciudad, Lisboa queda atrás. Dos desconocidas nos acogen
en su coche, nos hablan de su fin de semana en tierras portuguesas. Yo procuro
mantenerme al margen. Dejo que Nieve hable, pero luego él me introduce diciendo
que sé de sustancias trepadoras e inmortales, que procuro hacerlo todo por
escrito, también a través de una lente. Yo me giro y miro el paisaje a través
de la ventana. Sólo quiero dormir, tal vez también escapar definitivamente. No
sé por qué, pero siempre ocurre que olvido y luego intento rescatar lo
olvidado, agarrarme a ello como única salvación. Nieve dice que soy la Chica
del Recuerdo porque siempre estoy diciendo «¿Te acuerdas cuando…?». Y sin
embargo, entre memorias, procuro mantenerme a flote. Incluso al lado de estas
forasteras me sigo aferrando a la esperanza del milagro. Cierro los ojos y,
antes de abandonarme al sueño, confirmo que sigo viva y que he recuperado una
parte de mí que había dejado en el maletero del último viaje, allá hace dos años,
cuando todo estaba lejos de la incertidumbre, de la autocrítica, del miedo.
Cuando todo estaba a mil kilómetros de los monstruos y no existía la banalidad
del tiempo.
Adoro tu inquietud, tu lente. Siento envidia sana.
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