Valeria Herklotz
Comprendí, ¿saben? Aquella mujer,
que me acababa de conocer y me sonreía con auténtica sinceridad y emoción en la
mirada, me hizo comprender. Justamente ahí, en aquella habitación de hospital,
con el incansable olor de la insulina en los pasillos, las enfermeras y las
celadoras ayudando a los ancianos a incorporarse en las camas. Les limpiaban
las heces, les trataban de usted, decían sus nombres muy alto con la hipocresía
en sus miradas, mientras la generación que habían engendrado observaba cómo el
cuerpo amado se consumía en un camisón de tela blanco almidonado.
Por eso comprendí. Pensé, quizá
esto es lo que nos espera a todos, a los queridos, a los no queridos, a los
afortunados, a los desafortunados, incluso a los malditos, a los olvidados. Nos
espera el grito, la incomunicación, la pesadez del hueso, de la flema que no
sale de la garganta y nos ahoga, y nos ahoga, y nos vuelve a ahogar. Nos espera
la comida triturada, un compañero de habitación igual de desgastado que
nosotros, la vergüenza de vernos así, como recién nacidos inversos, flacuchos,
arrugados, desfigurados, hinchados, encorvados, tristes. Nos espera el
invierno, largo y realmente frío, quizá el que más de toda nuestra vida. Nos
espera el aguardo por el último aliento, la absolución de todos los pecados, la
escafandra de la memoria.
Todo esto me lo hicieron
comprender aquellas dos mujeres, les digo. En primer lugar la que pedía a su
hijo un poco de agua y el hijo se la negaba, a esta señora que se quejaba de
las muelas, que exclamaba coño cada dos
por tres, que se lamentaba y decía que moriría si la dejaban allí, que moriría,
que moriría. Luego la otra mujer que me miraba y esbozaba una sonrisa todo el
tiempo. Yo se la devolvía, con franqueza, pensando que nuestras alegrías se
estaban intercalando en aquel lugar, que yo le transmitía la energía de mi
juventud, que ella me transmitía la energía que le permitía la enfermedad. Una
insaciable melancolía me hizo temblar y también pensar en el amor, en el vacío
del amor, en aquellos corazones que apenas carburan un sentimiento legítimo,
cuerdo, fuerte. Y quise regalarles mis manos a aquellas dos mujeres, regalarles
partes de mi cuerpo para que pudieran experimentar una última huida, para que pudieran
tocar las hojas de los árboles. También pensé en mi abuela, y en mi madre, y en
aquel momento las amé con locura, más que nunca, y sentí que comprendía, que lo
comprendía todo, y me asusté muchísimo ante esa idea: la de abandonar y acabar
olvidando.
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