Cómo me gustaba verla recogerse el pelo. Cogía un boli, se enroscaba
la mata oscura como un remolino, hacía así, así y así, y luego, con el
bolígrafo, sujetaba el moño. Y ya está, eso era todo, pero cómo me gustaba
mirarla, a ella, cuando ponía ojillos de cordero degollado porque quería dormir
y no la dejaba, porque a mí me apetecía más quererla a mi manera o hacerla
querer a mi manera, y a veces ella gritaba, cuando le gustaba, y otras veces no
lo hacía, pero yo sabía que dentro de ella hervía el grito, como el sudor en mi
frente, como aquel octubre enfermo que vivimos. Enfermo de locura, locura como
beberse litros de café frío y seguir pidiendo más y más y más. Y más.
Y cómo me gustaba que ella entrara en mi habitación y manoseara la
ropa de mi armario, probándose mil jerseys y no dejándose puesto ninguno. De
cuando me abrazaba con sus piernas y me lamía la cara, dejándome la baba en la
comisura de la piel. Pero yo no fruncía el ceño ni la reñía porque me gustaba
que lo hiciera, al igual que también me gustaba que corriera desnuda por la
casa, cantando la canción que siempre quise que alguien me dedicara, pero que
no conocí hasta que ella me dijo que la escuchara porque le recordaba a mí, a
nosotros, a aquella vez en la que vimos una película y pedimos comida china.
Ella manchó mi colcha de grasa y pidió perdón porque no había sido su
intención, pero yo estaba tan enamorado que no me importó en absoluto tener que
pagar dinero para que la colcha volviera a estar impecable. Impecable como la
lágrima que corrió por su mejilla la primera vez que hicimos el amor, que lo
hicimos de verdad; nos abrazábamos con tanta fuerza que la vida se nos hacía
pequeña, y la noche, tan eterna en el colchón y tan ruidosa ahí fuera, no nos
permitía separarnos porque después de acabar nos besábamos durante minutos,
minutos que se hacían horas, horas menos para levantarse e irse al trabajo.
Pero a quién le importaba si nos teníamos a nosotros, en ese momento,
inmortalizando los primeros rayos de sol en la penumbra de su cabello, ese que
tanto me gustaba mirar cuando se lo recogía, se lo lavaba, se lo rizaba, se lo
alisaba.
Y cómo me gustaba que me llamara, que dijera «hoy vamos al cine», e íbamos al
cine, al cine de las sábanas blancas, pero también al cine de verdad, a ver sus
malditas películas de género independiente, que no me gustaban más que dos o
tres, pero que no me importaba ver porque me gustaban sus críticas y sus
reflexiones al salir, cuando el frío flagelaba nuestro cuerpo y ella decía,
decía, «qué perra es a veces la existencia del hombre, tan afortunada y
desventurada, tan de ellos y nuestra». Y ella creía que era uno de esos
individuos malditos porque no encontraba su sitio en el mundo, pero que al
menos me tenía a mí, a su chico europeo, y me tiraba del moflete y el chicle se
me pegaba en los dientes. Y cómo me gustaba mirarla mientras hablaba, y
hablaba, y volvía a hablar, y no paraba de auto preguntarse qué sería de ella
el día de mañana, y yo apoyaba mi barbilla en su cabeza y ella cerraba los
ojos, se dejaba llevar por mi silencio, y me besaba, la besaba, nos besábamos.
Me decía que me quería, y yo también, porque la quería, la quería de verdad
pero llegó un día en que ella comenzó a referirse a nosotros como un desayuno
simple, sin zumo de naranja, y ya no entraba en mi habitación, ni me lamía la
cara, ni gritaba fervientemente cuando yo quería que gritara, sino que gritaba
cuando a ella le apetecía gritar, gritarme, porque decía que estaba harta de
las diferencias tontas, de mí, de mis gestos de chico europeo, de que la noche
fuera eterna y nosotros no.
Y ya no me gustaba verla con el
pelo recogido, ni con el pelo suelto, ni rizo, ni liso, ni me gustaba que me
llamara para ir al cine. Detesté ir al cine. Pero todo esto no era verdad, ni
siquiera el pretérito perfecto, porque no podía hacerlo, seguía gustándome su
manía de cambiar el verbo en las oraciones, de comer algo dulce antes que
salado. Me seguía gustando todo cuanto éramos, nuestro imperio de Ozymandia
derrumbándose en nuestras pupilas, en las voces cargadas de reproches.
Ella se fue. Yo no me fui. Nunca
me fui. Nunca me he ido. Aún mantengo la esperanza de que me llame y me diga «hoy
vamos al cine»; vamos al cine, vamos a bebernos, a comernos, a vomitarnos, pero
vamos. Ven. Voy.
No,
ella no viene.
No vendrá.
Pero cómo me gustaba verla recogerse el
pelo.
Guau, sin palabras. Como me ha llegado. "nos abrazábamos con tanta fuerza que la vida se nos hacía pequeña"... yo es que no sé describir ni lo que siento :) Ha sido increíble, como cada frase se entrelaza con la otra. ¡Qué grande eres! Seguiré esperando a la próxima
ResponderEliminarMil detalles que forman un mundo con una persona. Sigue ahí, quién sabe... Puede que algún día te sorprenda. :)
ResponderEliminarMuy bonita la entrada.
Oh, la adoro. Tantas frases, tantos sentimientos enlazados de forma tan bella, que es como su fino cabello deslizandose entre mis dedos, intenso, suave, efímero, breve. Como la vida misma, como el amor. ¡Besos! :D
ResponderEliminarhermoso. me dio cosquillas en la panza, gracias.
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