jueves, 30 de enero de 2014

Los exámenes finales estaban al caer, la lluvia y el día también; las horas muertas no, esas fueron resucitadas cuando apareciste por la puerta con un par de birras:

—He pensado que como tú ya tienes hielo en las manos podemos enfriar estas cervezas —y lo dijiste con esa sonrisa de Simplicissimus, encorvado hacia delante porque te pesaba el abrigo.

Te recibí con la misma guisa con la que ahora estoy escribiendo esto: con el pelo sucio recogido en una cinta que la Nínfula me regaló por Navidad, y la camiseta de la universidad, la misma que desvestiste cuando te invité a dormir y decidiste quedarte, aunque ambos supiéramos que no era lo apropiado. ¡Pero así éramos! Tan insensatos. Tan humanos.

Me tendiste una hoja en blanco y casi me suplicaste que escribiera en ella.

—¿Por qué? —La pregunta sonó a reprobación. Y yo no me refería a la hoja.
—No lo sé, ¿cuántas respuestas puede haber para esa simple pregunta?

Terminamos en el balcón, así porque sí, porque siempre había cosas que nos llevaban a acciones que ni siquiera estaban planeadas, pero contemplar las vidas que pasaban por debajo de nuestros pies pareció sentarnos bien; estaban tan ajenas a nuestra existencia como nosotros a la suya. Y qué bien se veía un poco de soledad entre tanto mundo. El «por qué» seguía ahí, tendido al lado de la ropa, mientras la tele escupía información sobre productos de limpieza y yo me limaba las uñas con el hierro del balaustre.

Cuando hablabas, hablabas de tu maravilloso trabajo, decías que todo iba bien, incluido tu resquemor contigo mismo; al mismo tiempo yo pensaba, lejos de tus lunares faciales —esos que tanto había lamido y mordisqueado—, qué tiene que hacer uno para que las cosas procuren salir a la primera, y me vino a la cabeza aquella frase de Clever, esa que decía algo así como «para encontrar a tu Hemingway tienes que pasar antes por muchos Bukowskis». En seguida recordé el tatuaje de Chico Bien en el costado, y recité inconscientemente aquellos versos; tú me miraste fijamente y me reprobaste que no te estuviera escuchando.

—Te escucho —y miré al «por qué» para ver si chorreaba agua—, es sólo que estoy algo ausente en esta temporalidad.

Más que ida estaba preocupada porque sentía que el invierno no era un buen aliado y porque necesitaba algo gratificante, como el verano, o directamente desaparecer en campos nuevos, labios nuevos, cuerpos nuevos. Tú parecías feliz, entero en esa piel que Dios te había dado, blanca como la hoja que me habías tendido antes. Yo no sé cómo parecía, pero desde luego feliz no estaba, quizá cansada, desganada, con ganas de salir volando con el trozo de papel que había tirado una señora al suelo. Y qué si los ojos se me fueron tras él, suplicando que esperara por mí, que yo también iba. Que si me hubieras agarrado de la mano en esa maniobra o bien me hubiera quedado o bien te hubiera arrastrado conmigo.

Sé que parecía una altruista moribunda con mis ojeras de Bella Durmiente, pero tú no alcanzabas a ver eso, ni siquiera cuando te mencioné que la cerveza amargaba más que de costumbre, como mi tono de voz. Y me di cuenta que el mendigo simpático se había tomado la tarde libre; lo supe por el vacío de la calle, tan carente de silbidos entrecortados. A dónde habría ido con la lluvia pisándole los talones. Frunciste el ceño; me llamabas rara con la boca cerrada; te vi una pestaña muerta en la mejilla, y el viento pidió un deseo antes que yo. Se la llevó consigo.

—Cuando me salgan canas me dejaré el pelo largo —apunté.

Empezaste a tararear una vieja canción de Billie Holiday y yo amansaba el estrés con la táctica no-complaciente que me enseñaste. El «por qué» se sacudía en el tendal, brillaba como un foco de discoteca; nos irradiaba incertidumbre y rabia. A mí me apestaba la boca y el futuro se aproximaba oblicuo y en forma de papiroflexia, arrugado y consternado, como nuestro mañana, el de los dos, cuando aquel «por qué» se soltara finalmente por sí solo y abandonara la escena para irse y no volver más.

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