Los exámenes finales estaban al caer, la lluvia y el día también; las
horas muertas no, esas fueron resucitadas cuando apareciste por la puerta con
un par de birras:
—He pensado que como tú ya tienes
hielo en las manos podemos enfriar estas cervezas —y lo dijiste con esa sonrisa
de Simplicissimus, encorvado hacia delante porque te pesaba el abrigo.
Te recibí con la misma guisa con
la que ahora estoy escribiendo esto: con el pelo sucio recogido en una cinta
que la Nínfula me regaló por Navidad, y la camiseta de la universidad, la misma
que desvestiste cuando te invité a dormir y decidiste quedarte, aunque ambos
supiéramos que no era lo apropiado. ¡Pero así éramos! Tan insensatos. Tan
humanos.
Me tendiste una hoja en blanco y
casi me suplicaste que escribiera en ella.
—¿Por qué? —La pregunta sonó a
reprobación. Y yo no me refería a la hoja.
—No lo sé, ¿cuántas respuestas
puede haber para esa simple pregunta?
Terminamos en el balcón, así
porque sí, porque siempre había cosas que nos llevaban a acciones que ni siquiera
estaban planeadas, pero contemplar las vidas que pasaban por debajo de nuestros
pies pareció sentarnos bien; estaban tan ajenas a nuestra existencia como
nosotros a la suya. Y qué bien se veía un poco de soledad entre tanto mundo. El
«por qué» seguía ahí, tendido al lado de la ropa, mientras la tele escupía
información sobre productos de limpieza y yo me limaba las uñas con el hierro
del balaustre.
Cuando hablabas, hablabas de tu
maravilloso trabajo, decías que todo iba bien, incluido tu resquemor contigo
mismo; al mismo tiempo yo pensaba, lejos de tus lunares faciales —esos que
tanto había lamido y mordisqueado—, qué tiene que hacer uno para que las cosas
procuren salir a la primera, y me vino a la cabeza aquella frase de Clever, esa
que decía algo así como «para encontrar a tu Hemingway tienes que pasar antes
por muchos Bukowskis». En seguida recordé el tatuaje de Chico Bien
en el costado, y recité inconscientemente aquellos versos; tú me miraste
fijamente y me reprobaste que no te estuviera escuchando.
—Te escucho —y miré al «por qué»
para ver si chorreaba agua—, es sólo que estoy algo ausente en esta
temporalidad.
Más que ida estaba preocupada
porque sentía que el invierno no era un buen aliado y porque necesitaba algo
gratificante, como el verano, o directamente desaparecer en campos nuevos,
labios nuevos, cuerpos nuevos. Tú parecías feliz, entero en esa piel que Dios
te había dado, blanca como la hoja que me habías tendido antes. Yo no sé cómo
parecía, pero desde luego feliz no estaba, quizá cansada, desganada, con ganas
de salir volando con el trozo de papel que había tirado una señora al suelo. Y
qué si los ojos se me fueron tras él, suplicando que esperara por mí, que yo
también iba. Que si me hubieras agarrado de la mano en esa maniobra o bien me
hubiera quedado o bien te hubiera arrastrado conmigo.
Sé que parecía una altruista
moribunda con mis ojeras de Bella Durmiente, pero tú no alcanzabas a ver eso,
ni siquiera cuando te mencioné que la cerveza amargaba más que de costumbre,
como mi tono de voz. Y me di cuenta que el mendigo simpático se había tomado la
tarde libre; lo supe por el vacío de la calle, tan carente de silbidos
entrecortados. A dónde habría ido con la lluvia pisándole los talones.
Frunciste el ceño; me llamabas rara con la boca cerrada; te vi una pestaña
muerta en la mejilla, y el viento pidió un deseo antes que yo. Se la llevó
consigo.
—Cuando me salgan canas me dejaré
el pelo largo —apunté.
Empezaste a tararear una vieja
canción de Billie Holiday y yo amansaba el estrés con la táctica
no-complaciente que me enseñaste. El «por qué» se sacudía en el tendal,
brillaba como un foco de discoteca; nos irradiaba incertidumbre y rabia. A mí
me apestaba la boca y el futuro se aproximaba oblicuo y en forma de
papiroflexia, arrugado y consternado, como nuestro mañana, el de los dos,
cuando aquel «por qué» se soltara finalmente por sí solo y abandonara la escena
para irse y no volver más.
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