sábado, 11 de mayo de 2013

El viaje en canoa por el café de la mañana. Es una de las imágenes más nítidas que recuerdo de la infancia. Mamá siempre hacía tostadas y las cubría de mantequilla y mermelada. Mamá con ese pelo color tierra húmeda, con ese bucle tan caótico cayendo por su espalda, una eterna oda a la belleza de los treinta años, al redimir de las tormentas sin rayos y truenos, a los acentuados elementos de la ruptura ocasional con la madurez. La canoa siempre quedaba flotando en el líquido color canela y, con una pequeña cucharilla metálica y brillante —porque en ella se reflejaba el brillo del sol—, descargaba la ira de mi sueño, intentándola hundir como si fuera un ser vivo. Pero siempre volvía a la superficie, la muy truhana, siempre, como una pluma que nunca se desliza en el sentido correcto, como si la canoa, con forma de cereal de trigo, quisiera ser vista, vista como el estupor de un mundo creativo, como un auténtico cortocircuito del alma. Y luego la cucharilla formaba remolinos, y el líquido color canela se convertía en un perpetuo carrusel que giraba y giraba, y la canoa se hundía otra vez, y salía a la superficie, y chocaba con la pared de porcelana, y volvía a hundirse, y volvía a salir, y yo sentía cómo mamá mordisqueaba con dientes de conejo la primera tostada.

El sol entraba por las rendijas de la ventana y yo procuraba no mirar de lleno porque me hacía daño a los ojos, a mis ojos de delicado color miel, miel mezclada con tierra húmeda, como el pelo de mamá, pero sin bucles ni nada que se le asemejara porque no quería convertir mi iris en algo estrambótico. Los pájaros revoloteaban ahí fuera, sí, y en la radio sonaba una vieja canción cuyo nombre nunca he sabido pero cuyo ritmo siempre tengo en la cabeza como un tambor que hace pum, pum, aunque la voz de la mujer ya se ha oxidado un poco y sólo queda un vago eco pululando por ella. Percibí que el café se enfriaba, ese café que no era café sino cacao, pero que yo me empeñaba en llamar así porque quería ser mayor y tomarlo como mamá. Y mamá me miraba mientras masticaba su tostada y la estridencia del pan crujiente sonaba en su boca cerrada, en ese pico de oro que a veces soltaba palabras de cobre; me miraba con ese reproche típico de las madres que te hace actuar de inmediato, por lo que le pegué un gran y prolongado trago a mi café.

Sonreí a mamá y sentí el caminillo fresco del café en mi labio superior; mamá asintió con la cabeza y siguió diseccionando su tostada, ya casi leyenda en aquella mañana. Lo estaba haciendo bien porque ella no había abierto su boquita para decirme algo, salvo un dulce «buenos días»; un «buenos días» que repercutió en mis oídos como la canción que sonaba en la radio y cuyo nombre nunca he sabido. Es una de las imágenes más nítidas que recuerdo de la infancia. El olor quemado del pan supurando el de la mañana anterior y el color granate de los azulejos intensificándose a medida que el tiempo pasaba. Y mamá curioseaba los armarios mientras untaba su tostada, y su mirada emitía un brillo provocado por el anterior abrazo de papá, y yo estaba terminando de beber mi café cuando un estridente sonido invadió la cocina y el resto de la casa, y mamá dejó caer la tostada al suelo y yo la miré con sorpresa porque mamá nunca hacía eso, pero ella no dijo nada y me agarró bruscamente de la mano para llevarme a un sitio en el que nunca antes había estado.  Me dejó sola con aquel cabañal de café en el labio superior, sin saber por qué me había llevado ahí y qué sonido había sido ese. Ella me dijo que esperara, que volvería en seguida, y me trancó con llave, y yo esperé, esperé durante horas hasta que me quedé dormida de tanto esperar. Cuando abrí los ojos había un hombre que me miraba con minuciosidad y yo pegué un pequeño gritito del susto, y él me acarició el pelo y me cogió en brazos. Yo pregunté por mamá pero nadie me dijo dónde estaba. «Es demasiado pequeña para entenderlo» oí que decía, y yo eché un vistazo a mí alrededor, algo desorientada, porque la casa estaba hecha un desastre. De repente tuve la certeza de que no volvería a ver a mamá y pensé en la canoa de cereal de trigo porque me di cuenta de que la había dejado navegando pobremente en un charco de café.

5 comentarios :

  1. De los mejores textos que has escrito. Es, simplemente evocador. Tienes una capacidad descriptiva apabullante, Keiko.
    Chapeau!

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  2. Un relato lleno de imágenes. La percepción de la niña hacia lo que le rodea lo hace verdaderamente fantástico. Me encanta esta parte:

    "Percibí que el café se enfriaba, ese café que no era café sino cacao, pero que yo me empeñaba en llamar así porque quería ser mayor y tomarlo como mamá."

    :)

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  3. Me ha encantado nos quedamos por aqui si quieres pásate por nuestro blog

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  4. Menuda descripción más asombrosa, en serio, mis felicitaciones.
    Me ha sido facilísimo imaginarme todo lo que describías, me sentía en el propio relato, ciertamente.
    El final me ha dejado mal cuerpo, siendo sinceros, y con la intriga del porqué ha podido suceder aquello.
    Pero ha sido fantástica esa escena tan bien detallada.

    Un beso,
    Little shooting star. :)

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