El viaje en canoa por el café de la mañana. Es una de las imágenes más
nítidas que recuerdo de la infancia. Mamá siempre hacía tostadas y las cubría
de mantequilla y mermelada. Mamá con ese pelo color tierra húmeda, con ese
bucle tan caótico cayendo por su espalda, una eterna oda a la belleza de los
treinta años, al redimir de las tormentas sin rayos y truenos, a los acentuados
elementos de la ruptura ocasional con la madurez. La canoa siempre quedaba
flotando en el líquido color canela y, con una pequeña cucharilla metálica y
brillante —porque en
ella se reflejaba el brillo del sol—, descargaba la ira de mi sueño,
intentándola hundir como si fuera un ser vivo. Pero siempre volvía a la
superficie, la muy truhana, siempre, como una pluma que nunca se desliza en el
sentido correcto, como si la canoa, con forma de cereal de trigo, quisiera ser
vista, vista como el estupor de un mundo creativo, como un auténtico
cortocircuito del alma. Y luego la cucharilla formaba remolinos, y el líquido
color canela se convertía en un perpetuo carrusel que giraba y giraba, y la
canoa se hundía otra vez, y salía a la superficie, y chocaba con la pared de
porcelana, y volvía a hundirse, y volvía a salir, y yo sentía cómo mamá
mordisqueaba con dientes de conejo la primera tostada.
El sol entraba por las rendijas
de la ventana y yo procuraba no mirar de lleno porque me hacía daño a los ojos,
a mis ojos de delicado color miel, miel mezclada con tierra húmeda, como el
pelo de mamá, pero sin bucles ni nada que se le asemejara porque no quería
convertir mi iris en algo estrambótico. Los pájaros revoloteaban ahí fuera, sí,
y en la radio sonaba una vieja canción cuyo nombre nunca he sabido pero cuyo
ritmo siempre tengo en la cabeza como un tambor que hace pum, pum, aunque la
voz de la mujer ya se ha oxidado un poco y sólo queda un vago eco pululando por
ella. Percibí que el café se enfriaba, ese café que no era café sino cacao,
pero que yo me empeñaba en llamar así porque quería ser mayor y tomarlo como
mamá. Y mamá me miraba mientras masticaba su tostada y la estridencia del pan
crujiente sonaba en su boca cerrada, en ese pico de oro que a veces soltaba
palabras de cobre; me miraba con ese reproche típico de las madres que te hace
actuar de inmediato, por lo que le pegué un gran y prolongado trago a mi café.
Sonreí a mamá y sentí el
caminillo fresco del café en mi labio superior; mamá asintió con la cabeza y
siguió diseccionando su tostada, ya casi leyenda en aquella mañana. Lo estaba
haciendo bien porque ella no había abierto su boquita para decirme algo, salvo
un dulce «buenos días»; un «buenos días» que repercutió en mis oídos como la
canción que sonaba en la radio y cuyo nombre nunca he sabido. Es una de las
imágenes más nítidas que recuerdo de la infancia. El olor quemado del pan
supurando el de la mañana anterior y el color granate de los azulejos
intensificándose a medida que el tiempo pasaba. Y mamá curioseaba los armarios
mientras untaba su tostada, y su mirada emitía un brillo provocado por el anterior
abrazo de papá, y yo estaba terminando de beber mi café cuando un estridente
sonido invadió la cocina y el resto de la casa, y mamá dejó caer la tostada al
suelo y yo la miré con sorpresa porque mamá nunca hacía eso, pero ella no dijo
nada y me agarró bruscamente de la mano para llevarme a un sitio en el que
nunca antes había estado. Me dejó sola con aquel cabañal de café en el labio
superior, sin saber por qué me había llevado ahí y qué sonido había sido ese.
Ella me dijo que esperara, que volvería en seguida, y me trancó con llave, y yo
esperé, esperé durante horas hasta que me quedé dormida de tanto esperar.
Cuando abrí los ojos había un hombre que me miraba con minuciosidad y yo pegué
un pequeño gritito del susto, y él me acarició el pelo y me cogió en brazos. Yo
pregunté por mamá pero nadie me dijo dónde estaba. «Es demasiado pequeña para
entenderlo» oí que decía, y yo eché un vistazo a mí alrededor, algo
desorientada, porque la casa estaba hecha un desastre. De repente tuve la
certeza de que no volvería a ver a mamá y pensé en la canoa de cereal de trigo
porque me di cuenta de que la había dejado navegando pobremente en un charco de
café.
De los mejores textos que has escrito. Es, simplemente evocador. Tienes una capacidad descriptiva apabullante, Keiko.
ResponderEliminarChapeau!
Un relato lleno de imágenes. La percepción de la niña hacia lo que le rodea lo hace verdaderamente fantástico. Me encanta esta parte:
ResponderEliminar"Percibí que el café se enfriaba, ese café que no era café sino cacao, pero que yo me empeñaba en llamar así porque quería ser mayor y tomarlo como mamá."
:)
Me ha encantado nos quedamos por aqui si quieres pásate por nuestro blog
ResponderEliminarMenuda descripción más asombrosa, en serio, mis felicitaciones.
ResponderEliminarMe ha sido facilísimo imaginarme todo lo que describías, me sentía en el propio relato, ciertamente.
El final me ha dejado mal cuerpo, siendo sinceros, y con la intriga del porqué ha podido suceder aquello.
Pero ha sido fantástica esa escena tan bien detallada.
Un beso,
Little shooting star. :)
¿Una bomba...? D:
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