Todo el mundo es un criminal. ¿Quién no ha matado nunca? Yo lo hago
todos los días. Sin escrúpulos. Mato el tiempo, la sonrisa de las diez de la
mañana, las letras (cuando las escupo sin productos químicos), los recuerdos,
el café amargo… nadie me señala con el dedo cuando lo hago, nadie me llama
pecadora ni asesina, lo que me hace creer que soy inocente y capaz de hacer
todo cuanto me plazca. Matar por matar; matar por el placer de ver cómo algo
desaparece para siempre. Y remarco para siempre porque no se trata de un
simple borrado, sino de la eternidad destruyendo la solidez de un significado
estático.
Lo que nadie quiso se está extendiendo como una plaga; las calles
huelen a rancio, los muertos ya no ocupan los cementerios, sino los recovecos
de la ciudad destruida por las vidas miméticas. Atacan con sus problemas;
pro-ble-mas, existenciales, mutantes, horripilantes. Todos lactantes,
apabullantes, delirantes. Los edificios están desgastados, más que la suela de
los zapatos, más que los pensamientos remilgados que han sido educados bajo la
tutela de la rutina generacional. Las paredes tienen ojos, las calles suprimen
las ideas a base de gritos zozobrados; a causa de ello, los espejos se rompen y
la piel se corta con los cristales pequeños. Hay que tener cuidado.
La coherencia está suspendida porque no tenemos un cúmulo de
experiencias suficientes para entender la discontinuidad del flujo de
conciencia. Somos la nada territorial y las burbujas del lenguaje mental no
atan los cabos al puerto; es posible que el barco zarpe sin olas que lo guíen
hacia un rumbo concreto y todos perezcamos en medio del mar. Camina, camina, la
calle destila una pestilencia, un hedor típico de la soledad albina. Duele,
duele, algo me está matando a mí, y no es este impertinente escozor en el
pecho. No sé qué será, qué puede ser, qué quiso ser. El criminal ataca siempre
con prudencia, pero de forma rápida y bastante novedosa. Si yo fuera más rápida,
quizá la alineación del cuchillo que está a punto de atravesarme se convertiría
en ceniza dulce, dulce como el beso que di hace dos semanas, como el café que
no tenía ni una pizca de acre porque yo lo maté. Empieza a llover y yo me mojo.
Me llevo la mano a la cabeza y tras tocar mi pelo húmedo me observo la
extremidad: he desteñido, ya no soy yo, presencia azul bizarra, sino una
invisible capa de materia corporal, casi nula, efervescente. A dónde se habrá
ido mi razón, mi sentido lógico de la cognición. Me estoy hundiendo en el vacío
cósmico de la juventud no disfrutada. Was
wir verloren sollen.
Muy buena esta abstracción mental.
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