martes, 7 de julio de 2015

escribí sobre la inmortalidad

Barfly, Barbet Schroeder, 1987.

Escribí sobre la inmortalidad porque me di cuenta de que, incluso estando en el camino de los solitarios, todavía podía concebir mi alma como un híbrido de carne y melancolía. Tenía buenas vibraciones con respecto al verano a pesar de que días atrás había llorado cual mandrágora enferma por el hombre que amaba. Él se había esfumado como se esfuman los humos deseados, pero todavía perduraba su olor en mi cuerpo, la sal de su mirada como punto de sutura en las estrías de mis piernas. Escribí sobre la inmortalidad porque me di cuenta de que yo no era inmortal, de que sólo me podía considerar un bagaje más para un código nihilista, caracterizado por la fealdad de su reflexión metafísica, sin sentido, interino y desprovisto de razones. Escribí sobre la inmortalidad porque, mira, quise que por una vez existiera, colmarla de magia e insatisfacerla por chabacana. Porque no pude honrar las vallas de sus manos ni glorificar aquellos rastros tan bacanales que se posaron en el paladar, aminorando la sombría y escueta pena de la incomunicación. Porque no pude eternizar la boca y el calor —el calor de su boca—, mano de santo para este cuerpo árido y esta savia todavía a medio desplegar. Porque no pude gritar desde la cercanía más lejana un mínimo de estabilidad, suplicar que no soltara la mano ni la gravedad de su peso. Por eso escribí sobre la inmortalidad, porque la tinta me supo a gloria y el tiempo, oh el tiempo, era acupuntura en aquella tarde tan calurosa, tan asquerosa, tan prescindible. 

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