Barfly, Barbet Schroeder, 1987.
Escribí
sobre la inmortalidad porque me di cuenta de que, incluso estando en el camino
de los solitarios, todavía podía concebir mi alma como un híbrido de carne y
melancolía. Tenía buenas vibraciones con respecto al verano a pesar de que días
atrás había llorado cual mandrágora enferma por el hombre que amaba. Él se
había esfumado como se esfuman los humos deseados, pero todavía perduraba su
olor en mi cuerpo, la sal de su mirada como punto de sutura en las estrías de
mis piernas. Escribí sobre la inmortalidad porque me di cuenta de que yo no era
inmortal, de que sólo me podía considerar un bagaje más para un código
nihilista, caracterizado por la fealdad de su reflexión metafísica, sin
sentido, interino y desprovisto de razones. Escribí sobre la inmortalidad
porque, mira, quise que por una vez existiera, colmarla de magia e
insatisfacerla por chabacana. Porque no pude honrar las vallas de sus manos ni
glorificar aquellos rastros tan bacanales que se posaron en el paladar,
aminorando la sombría y escueta pena de la incomunicación. Porque no pude eternizar
la boca y el calor —el calor de su boca—, mano de santo para este cuerpo árido
y esta savia todavía a medio desplegar. Porque no pude gritar desde la cercanía
más lejana un mínimo de estabilidad, suplicar que no soltara la mano ni la
gravedad de su peso. Por eso escribí sobre la inmortalidad, porque la tinta me
supo a gloria y el tiempo, oh el tiempo, era acupuntura en aquella tarde tan
calurosa, tan asquerosa, tan prescindible.
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