autor desconocido
Vi
cómo la degollaba el intruso. Su sangre comenzó a salpicarme y a manchar toda
mi forma, el suelo. De fondo sonaba la voz de Maria Callas. Ella lloraba
mientras me miraba. Su sangre era cascada que caía deliberadamente por su piel
blanquecina. A su paso iba dejando una vereda de moho bifurco y azulado. Yo no
tenía nada en las manos ni en el cuerpo; no había vendaval ni seda en la piel.
De repente me di cuenta de que sólo pensaba en lo bella que me estaba
resultando aquella muerte empapada de tácito dolor, la familiaridad quejumbrosa
del vacío inhóspito, su pulcritud.
El
intruso no tenía rostro, facciones desfiguradas saludaban en silencio. La
muchacha era ya esencia gélida, muñeca inerte. Sin vida se postraba aún al
llanto, omiso y pequeño malabar de adioses. Sus lágrimas se cruzaron con la
sangre y formaron río en la tierra. Entonces me miré las manos y el cuerpo y
después me iré el sexo. También sangraba. El intruso me estaba degollando a mí
también, pero por dentro. De fondo seguía sonando la voz de Maria Callas
acompañada por un piano. Miré al cielo y recé. Recé de la manera que creí
necesaria: por el alma de aquella joven, por la paz de mi reprensión. Me estaba
ahogando en el mar de sus pecados, pecados que ahora se juntaban con los míos,
oscuros y célebres manjares de la boca y la perla, de la mano y la hebra rota.
Me estaba ahogando, oxígeno carbonizado en un cuerpo reventado en su interior,
manchado de asesinato indirecto, plagado de olvido para ojos de Dios, pero
recordado para manos del hombre.
Vi
cómo sangraba el abandono, la gracia de su áspera reincidencia. Vi cómo la
degollaba el intruso. Su estirpe comenzó a salpicarme y a manchar toda mi forma,
el suelo. La vida lloraba mientras me miraba; su condición perecía, decía hasta nunca. El intruso recogió sus
armas y huyó, me dejó mirando. Lo supe empapada en rojo: jamás volvería a
sentirla, se había despedido de mí.
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