autor desconocido
1.
Apoyo el vodka limón en la mesa cuya formación es circular y miro fijamente la
foto que esconde a un señor bigotudo con dos niños al lado. Es una imagen
ficticia, lo sé, pero resultan inquietantes sus pupilas, parecen seres inertes
con sonrisas inertes. Pienso, cuando la nebulosa perspectiva propiciada por la
falta de sueño me lo permite, en lo desconocido. Una vez más. Y de repente
tengo un terrible miedo a la vida, aquí, vestida con un largo y transparente
vestido negro (triste a la par que elegante, como la canción). Tengo un gran y
terrible miedo a la vida, a la regresión de mi anhelo. Tengo ganas de llorar
pero no puedo hacerlo: mi llanto no puede sonar más alto que la música, ni
tampoco mi voz, ronca y entrecortada, puede llamar la atención entre todas estas
multiculturales lenguas que hablan con el objetivo de poder encontrar la
felicidad en el recuerdo. Cuatro años han pasado ya y ahora somos filólogos,
algunos mudos, otros guturales; hemos (casi) acabado los consiguientes versos
de nuestro poema biográfico. (¿Podremos, acaso, hablar de una antología en el
mañana?)
2.
Hablo con varios colegas que hacen referencia a mi estado catatónico y luego
regalo mi alcohol y me voy al baño, donde leo las pintadas de la puerta
mientras orino y evoco la confirmación de que hay que saber transmitir el
espíritu de la literatura en las clases. Sé que voy a volver a pisar el gran
edificio que me ha hecho subir hoy a un estrado y darle la mano a un poeta.
Recibir la enhorabuena que se ha repetido unas ciento cincuenta veces antes
(sin sentimiento). Pero Señor Decano, ¿promete usted que las letras me harán
feliz? ¿Promete usted que habrá trabajo y esperanza, usted que no sabe ni sabrá
nunca mi nombre ni mi apellido? Por su parte la repuesta habla del esfuerzo y
la voluntad. Ah, la voluntad, sí, esa bendita profanación de la psicología
humana, esencia abstracta y compleja, campo lleno de incursiones e impulso
(también carente de estado físico y dicotomía denotativa).
3.
Voy en busca del hombre. Siento que necesito acercarme a él. Besarle. Nieve
está aquí y me dice que estoy bonita. Pero yo busco al amante, a él ya no lo
necesito. Encuentro al hombre donde solía estar yo cuando todavía podía estar.
Toco su cabello y está pegajoso y sucio. Pero le beso y me besa. Me invita a ir
a su casa. Dejo que Nieve y el resto de compañeros entren a un bar y entonces
lo miro y le digo que vale, que voy a dormir con él a casa. En consecuencia
estoy un poco más contenta porque la forma en la que fuma, con la cabeza
ladeada, me hace gracia. También que me agarre de la mano aunque yo rehúya del
gesto. Siempre rehúyo del gesto y me voy a arrepentir cuando esa mano ya no
vuelva a cogerme porque el tiempo que teníamos se ha esfumado. Intento decirle
que ahora sí aguantando su pulso. Él sonríe. Y ya en casa, después de hacer el
amor, me habla del tiempo (que yo siempre he querido evitar analizar) y de lo
dividido que está para él y para mí. Para los dos. No podemos hablar de una
unidad porque la pena nos envuelve. La verdad es cada vez más intensa. Y yo
vuelvo a estar triste. Me duermo triste con su cabeza apoyada en mi hombro.
Pienso antes de dormir que quizá haya una solución, pero sé que no la hay, y
que finalmente tengo que romper a llorar. Pero sólo lo hago en sueños. Por la
mañana tiene que parecer que estoy bien, que no es verdad lo de mi melancolía,
ni lo de mi borrachera, ni lo de mi obsesión por la escritura o la inmortalidad
a través de las imágenes. Pero por desgracia no puedo canalizarlo y despierto
con el estómago revuelto y el abatimiento en las ojeras. Es parte de mi
condición. Se lo comento a él, que poco a poco empieza a conocerme, y asiente,
afirmativo: es parte de tu condición y también es parte de tu resaca.
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