viernes, 15 de mayo de 2015

secreto de confesión

Lionat Natalia

Al empezar la noche viajé al otro lado. La primavera siempre me ha hecho llorar, nunca de un modo positivo, nunca de una forma agradable, por lo que fui sometida bajo el canto del grillo en el mundo de los insomnes. Viajaba de cuento en cuento mientras las palabras que alguna vez fueron pronunciadas por personas —palabras dirigidas a mí como balas o como flores— tanteaban los rincones de mi conciencia con estimados gestos de concordia. No es que estuviera triste, aquella noche no, pero la bruma de los días venideros era palpable bajo el sudor y el recuerdo de los meses. Por eso tuve deseos de abrir mi corazón a la nada, que era presencia omnipresente; también al silencio, que machacaba con una problemática indecente —aunque justificada.

Tuve deseos de hablar con Dios, de preguntarle a Dios, de manera que no me sorprendió pronunciar «Padre» con la voz desafinada, tal vez insegura. Dije «Padre» y sentí que necesitaba recitar todas mis inquietudes, conversar con Aquél que nunca me había devuelto la llamada o me había aconsejado como yo quería que lo hiciera. Mascullé «Padre» y no «Señor» porque en realidad buscaba la figura que me había criado y alimentado durante todos estos años. Buscaba la humildad que se escondía bajo mi piel, quería controlar el latido en el pecho, pues este era fuerte y sonaba como un interrogante continuo; un pum-pum que murmuraba el arrepentimiento, aunque también florecía en él una especie de amor inseguro, quizá no muy positivo, pero por aquel entonces bastante cómodo.

«Confieso que he pecado —dime, si no, que no soy humana—, que mi sofisticada imagen de persona tiene deformidades, que a veces me canta el aliento porque insulto, hiero y tal vez también fallo». Fui sincera en la soledad de mi piedad, saqué de mis entrañas a la otra mujer. La vorágine estaba siendo sometida a una presión bélica, pero no dolía arrancar la conciencia a sangre fría, no dolía suplicar el perdón. Era activa en mis hechos, en la retrospectiva de mi confidencia. «Tengo que ser autocrítica, Padre, tengo que declararme culpable porque así lo estimo. Pero no quiero clemencia, sólo quiero reconocerlo abiertamente en esta oscuridad, sólo quiero gritarlo claramente: que soy culpable, que he hecho el mal, que no pretendo hacerlo más. Voy a llorar y a flagelarme con el remordimiento, y sólo así podré llegar a la neutralidad, sólo así me alejaré de mí misma para hallar otra referencia, quizá la salvación. Perdóname, Padre, pero es que la vida tiene que mantenerse así: la mente debe cargar el peso del cuerpo, su acción. La mente tiene que disculpar al cuerpo para poder alcanzar la plenitud, acceder a la felicidad. Si así la libertad es posible, entonces me postro ante el error, lo asumo y luego lo incrusto en la memoria. Ahí quedará todo: lo que hice, lo que no hice; el tiempo, la pérdida, la duda, la banalidad. Allí quedará todo, excepto lo que jamás puse por escrito: la verdad».

Sí, dicha confrontación con la moralidad justificó mi culpabilidad, y el crimen se resolvió en aquella misma cama. La descripción tan objetiva del hecho canalizó la empatía y fue entonces, sólo entonces, cuando me di cuenta de que había sido absuelta por mi propia conciencia y que podía dormir en paz, vivir en paz.

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