Lionat Natalia
Al
empezar la noche viajé al otro lado. La primavera siempre me ha hecho llorar,
nunca de un modo positivo, nunca de una forma agradable, por lo que fui
sometida bajo el canto del grillo en el mundo de los insomnes. Viajaba de
cuento en cuento mientras las palabras que alguna vez fueron pronunciadas por
personas —palabras dirigidas a mí como balas o como flores— tanteaban los
rincones de mi conciencia con estimados gestos de concordia. No es que
estuviera triste, aquella noche no, pero la bruma de los días venideros era
palpable bajo el sudor y el recuerdo de los meses. Por eso tuve deseos de abrir
mi corazón a la nada, que era presencia omnipresente; también al silencio, que
machacaba con una problemática indecente —aunque justificada.
Tuve
deseos de hablar con Dios, de preguntarle a Dios, de manera que no me
sorprendió pronunciar «Padre» con la voz desafinada, tal vez insegura. Dije «Padre»
y sentí que necesitaba recitar todas mis inquietudes, conversar con Aquél que
nunca me había devuelto la llamada o me había aconsejado como yo quería que lo
hiciera. Mascullé «Padre» y no «Señor» porque en realidad buscaba la figura que
me había criado y alimentado durante todos estos años. Buscaba la humildad que
se escondía bajo mi piel, quería controlar el latido en el pecho, pues este era
fuerte y sonaba como un interrogante continuo; un pum-pum que murmuraba el
arrepentimiento, aunque también florecía en él una especie de amor inseguro,
quizá no muy positivo, pero por aquel entonces bastante cómodo.
«Confieso
que he pecado —dime, si no, que no soy humana—, que mi sofisticada imagen de
persona tiene deformidades, que a veces me canta el aliento porque insulto,
hiero y tal vez también fallo». Fui sincera en la soledad de mi piedad, saqué
de mis entrañas a la otra mujer. La vorágine estaba siendo sometida a una
presión bélica, pero no dolía arrancar la conciencia a sangre fría, no dolía
suplicar el perdón. Era activa en mis hechos, en la retrospectiva de mi
confidencia. «Tengo que ser autocrítica, Padre, tengo que declararme culpable
porque así lo estimo. Pero no quiero clemencia, sólo quiero reconocerlo
abiertamente en esta oscuridad, sólo quiero gritarlo claramente: que soy
culpable, que he hecho el mal, que no pretendo hacerlo más. Voy a llorar y a
flagelarme con el remordimiento, y sólo así podré llegar a la neutralidad, sólo
así me alejaré de mí misma para hallar otra referencia, quizá la salvación.
Perdóname, Padre, pero es que la vida tiene que mantenerse así: la mente debe
cargar el peso del cuerpo, su acción. La mente tiene que disculpar al cuerpo
para poder alcanzar la plenitud, acceder a la felicidad. Si así la libertad es
posible, entonces me postro ante el error, lo asumo y luego lo incrusto en la
memoria. Ahí quedará todo: lo que hice, lo que no hice; el tiempo, la pérdida,
la duda, la banalidad. Allí quedará todo, excepto lo que jamás puse por
escrito: la verdad».
Sí,
dicha confrontación con la moralidad justificó mi culpabilidad, y el crimen se
resolvió en aquella misma cama. La descripción tan objetiva del hecho canalizó
la empatía y fue entonces, sólo entonces, cuando me di cuenta de que había sido
absuelta por mi propia conciencia y que podía dormir en paz, vivir en paz.
No hay comentarios :
Publicar un comentario