domingo, 12 de abril de 2015

después de Semana Santa


Consuelo, te digo que aquella mañana todas las zapatillas, por algún motivo de fe, hacían ruido al pisar la calzada. Todos estábamos en la calle, el día nublado nos acompañaba y nosotros nos acompañábamos los unos a los otros con legañas y bostezos. La muerte había resucitado en nuestros corazones pero sabíamos que volveríamos a perecer exactamente al cabo de un año. Aunque todavía quedaban muchos días para que volviera a pasar. Ahora seguíamos siendo desconocidos que luchaban por mantener el calor corporal en unas travesías que no devolvían el sentimiento de compasión.

No estaba siendo yo misma en aquel entonces, Consuelo, creía que el tiempo me sonreía pero en realidad nada me sonreía y yo, para ser sincera, tampoco sabía cómo enseñar los dientes de manera amistosa. Creía que el amor me mataría, creía que el hecho de amar con tanta plenitud y libertad me acabaría volviendo más chica y más vulnerable. Estaba rechazando al hombre, yo, que tanto lo había proclamado. Pero así era: rehuía de su peculiar bondad velluda, de su astucia creativa, de su sincero coloquio. Miraba a todos con cierta inquietud en las pupilas, Consuelo, miraba a todos con innegable resquemor, pero también los miraba pidiendo ayuda. Pedía ayuda porque no sabía de qué otra manera podía deshacerme de la caspa de la sospecha. Nada nos hacía sentir bien, ni siquiera la luminosidad de las canciones en la radio o los escritos que recibíamos al llegar a la facultad. Nada nos hacía sentir personas honradas, personas esperanzadas. Nada, Consuelo, ni siquiera la utopía, ni siquiera las palabras, ni siquiera el rezo.

Madre me dijo que éramos la generación sin dogma, la generación del esfuerzo fracasado, que estábamos malditos. Lo supe en aquellas calles, Consuelo, mientras imaginaba mi mundo de otra forma, mi vida de otra forma, mi llanto de otra forma. Pero allí estaba yo, ya puedes imaginarte, haciendo ruido con mis zapatillas, intentando contener la lágrima ante todos aquellos desconocidos que disimulaban su perturbación con sonoras carcajadas. La risa, Consuelo, es el alivio de los conformistas. Pocos éramos entonces los que acunábamos ese valor como fuente de agua bendita, inalcanzable para los que profanaban y detractaban cualquier acción que desvinculara la necesidad del deber. No queríamos comprender que el cielo estaba dividido y que teníamos que esforzarnos en recrearlo evitando tener el párpado cerrado. Procurábamos acunar las horas, bebés bejines y nerviosos, entre los brazos. Así como en los libros, teníamos que disfrazarnos de métodos y pagar un dinero que no teníamos a una persona que no conocíamos. Consuelo, creo que nos estaban robando, y no sólo en el ámbito material, sino también en el intelectual. Pero no nos atrevíamos a hacer nada, puede que por miedo o tal vez porque veíamos la derrota acercarse, lenta y pegajosa, como el suelo aquella mañana; una derrota que aplaudiríamos bajo el sol de junio, Consuelo, una derrota que ya nos absorbía como una enfermedad tóxica, como un reloj que marcaba, inminente, el fin de nuestro ciclo.

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