Consuelo, te digo que aquella mañana todas las zapatillas, por algún
motivo de fe, hacían ruido al pisar la calzada. Todos estábamos en la calle, el
día nublado nos acompañaba y nosotros nos acompañábamos los unos a los otros con
legañas y bostezos. La muerte había resucitado en nuestros corazones pero sabíamos
que volveríamos a perecer exactamente al cabo de un año. Aunque todavía
quedaban muchos días para que volviera a pasar. Ahora seguíamos siendo
desconocidos que luchaban por mantener el calor corporal en unas travesías que
no devolvían el sentimiento de compasión.
No estaba siendo yo misma en aquel entonces, Consuelo, creía que el
tiempo me sonreía pero en realidad nada me sonreía y yo, para ser sincera,
tampoco sabía cómo enseñar los dientes de manera amistosa. Creía que el amor me
mataría, creía que el hecho de amar con tanta plenitud y libertad me acabaría
volviendo más chica y más vulnerable. Estaba rechazando al hombre, yo, que
tanto lo había proclamado. Pero así era: rehuía de su peculiar bondad velluda,
de su astucia creativa, de su sincero coloquio. Miraba a todos con cierta
inquietud en las pupilas, Consuelo, miraba a todos con innegable resquemor,
pero también los miraba pidiendo ayuda. Pedía ayuda porque no sabía de qué otra
manera podía deshacerme de la caspa de la sospecha. Nada nos hacía sentir bien,
ni siquiera la luminosidad de las canciones en la radio o los escritos que
recibíamos al llegar a la facultad. Nada nos hacía sentir personas honradas,
personas esperanzadas. Nada, Consuelo, ni siquiera la utopía, ni siquiera las
palabras, ni siquiera el rezo.
Madre me dijo que éramos la generación sin dogma, la generación del
esfuerzo fracasado, que estábamos malditos. Lo supe en aquellas calles,
Consuelo, mientras imaginaba mi mundo de otra forma, mi vida de otra forma, mi
llanto de otra forma. Pero allí estaba yo, ya puedes imaginarte, haciendo ruido
con mis zapatillas, intentando contener la lágrima ante todos aquellos
desconocidos que disimulaban su perturbación con sonoras carcajadas. La risa,
Consuelo, es el alivio de los conformistas. Pocos éramos entonces los que
acunábamos ese valor como fuente de agua bendita, inalcanzable para los que profanaban
y detractaban cualquier acción que desvinculara la necesidad del deber. No
queríamos comprender que el cielo estaba dividido y que teníamos que esforzarnos
en recrearlo evitando tener el párpado cerrado. Procurábamos acunar las horas,
bebés bejines y nerviosos, entre los brazos. Así como en los libros, teníamos
que disfrazarnos de métodos y pagar un dinero que no teníamos a una persona que
no conocíamos. Consuelo, creo que nos estaban robando, y no sólo en el ámbito
material, sino también en el intelectual. Pero no nos atrevíamos a hacer nada,
puede que por miedo o tal vez porque veíamos la derrota acercarse, lenta y
pegajosa, como el suelo aquella mañana; una derrota que aplaudiríamos bajo el
sol de junio, Consuelo, una derrota que ya nos absorbía como una enfermedad
tóxica, como un reloj que marcaba, inminente, el fin de nuestro ciclo.
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