Aquel
sábado amaneció soleado y con una pequeña ventolera que agitaba levemente las
persianas de la casa. Hacía calor, un dato curioso si tenemos en cuenta que por
aquella estación era frecuente la humedad y el frío. Había decidido acompañar a
papá a comprar unas lechugas, lechugas que, según me dijo, se vendían por unos
cincuenta duros cada una. A mí me pareció una idea excelente, ya que estar en
el pueblo sin hacer nada tras varios días de silencio y paseos por las mismas
calles, resultaba ser una tarea dura y aburrida. Así que subí al coche con él y
dejé que el aire entrara por la ventanilla en todo momento, pues, como bien he
dicho antes, aquel día hacía calor. Papá me advirtió sobre la corriente y el
daño que podía causar en aquel mes del año el contraste de temperatura. Como siempre
que hablaba de esas cosas, no lo escuché demasiado.
No
tardamos mucho en abandonar la carretera —que estaba bastante deteriorada— y adentrarnos por unos caminos bastante estrechos.
Papá se quejaba porque hacía poco que había lavado el coche y se le iba a
manchar de polvo. Yo miraba a través de la ventanilla el paisaje seco. Pensé
que si seguía haciendo calor de aquella manera, los campos no retomarían su
habitual color verde y los agricultores no podrían labrar sus tierras. Un
incordio para las manos que no pueden dejar de trabajar, me dije. En la radio
sonaba un emergente grupo de country.
—Cada vez me gusta más esta música —le
comenté a papá. Y entonces él sonrió y sus ojos azules brillaron.
—Normal, hija, normal —sólo dijo
eso. O sólo recuerdo que dijera eso.
Me acordé puntualmente del gallo
que tenía mi abuela. Cómo cantaba de alto, cada mañana, molestando a los
inquilinos de la gran casa donde nos alojábamos en los calurosos meses de
verano. Aquel sol actuaba de la misma manera que el gallo, o al menos así lo estimé.
No tardamos mucho en llegar a los grandes invernaderos donde estaban las
lechugas —y también había tomates, y pimientos, y cebollas, y toda clase de
hortalizas que quisieras adquirir. Papá me dijo que aquellos hombres, hermanos
solteros, vivían de ello. Me comentó que cogían la furgoneta e iban a los
mercadillos a vender todo lo que estaba viendo allí. Yo veía muchas cosas y
pregunté si eran de buena calidad, y él me dijo que sí, que si no, no
estaríamos allí. De repente apareció uno de los hermanos —Pablo, creo que se
llamaba— y saludó a mi padre. Lo conocía muy bien porque su tono de voz era
amigable y al estrecharle la mano no hubo ninguna particular confrontación
incómoda. A mí me saludó con la cabeza, un gesto parcial. No llevaba camiseta y
su cuerpo estaba terriblemente bronceado y rojo. Tenía bastante pelo en el
pecho y una barriga enorme y fea. También vestía una gorra roja, unos
pantalones cortos y unas deportivas con calcetines blancos. Tras un exhaustivo
estudio físico, decidí irme a indagar por los alrededores mientras papá y Pablo
hacían negocios.
Vislumbré en mi pequeño paseo una
furgoneta abandonada. Me acerqué a ella. Había un montón de cachivaches
inútiles alrededor; estaba apoyada en un nogal enorme cuyas ramas todavía
estaban desnudas y grises. Había un tordo descansando en una de ellas. No
paraba de emitir un sonido seco, reclamando tal vez a otro compañero o
sintonizando, más bien, su deseo de hambre a la naturaleza. Lo observé
atentamente, estaba en una de las ramas más cercanas a la furgoneta. El automóvil
había sido el antiguo vehículo de los hermanos, pero por entonces ya resultaba
ser un desecho más que, en ese lugar, evocaba lo inservible, lo roto y lo
oxidado. Había también un montón de moscas y me pareció que olía a animal
muerto. Pensé, ¿cómo puede estar esto así? Pero mi pensamiento no podía
cuestionarse más cosas porque no conocía la historia de aquella furgoneta, ni
la historia de los hermanos, ni la historia de aquel nogal ni mucho menos la
historia de aquel tordo.
Oí a la lejanía la voz de papá
hablando con Pablo. Miré de reojo una vez más la peculiar figura de aquel
hombre y luego posé de nuevo mis ojos en la furgoneta. Saqué una foto y la
miré. Entonces empecé a pensar que tal vez aquella furgoneta no sólo había
trasladado alimentos, sino también personas. Quizá Pablo y su hermano fuesen
héroes clandestinos, más allá de su amor hacia Dios y la Patria, más allá de su
amor hacia las hortalizas y las prostitutas —porque si eran solteros de alguna
manera tendrían que amar, ¿no? Amar pagando, pero sin dejar de ser eso, amor:
amor de alquiler, amor a cambio de un kilo de tomates o un par de berenjenas—.
A lo mejor salvaron vidas y también animales, o a lo mejor no. Quizá sólo
transportaron alimentos. Pero el vínculo fraternal los mantenía unidos y los
había permitido trabajar juntos como socios. Socios de sangre. No sabía cómo se
llamaba el hermano de Pablo. De hecho creo que no estaba allí cuando fuimos
nosotros; de no ser así, no lo vimos. Puede que estuviera trabajando en uno de
los cobertizos. No percibí movimiento secundario.
El calor estaba siendo
insoportable, pero yo seguía frente a la furgoneta y encima de mí estaba el
tordo. Buscaba alguna pista que hablara del pasado de los hermanos, algo que
reflejara la consecuencia de la inutilidad de la furgoneta. Si bien todo tiene
un fin, aquel transporte desde luego se había jubilado desde hacía ya varios
años. Pero Pablo y su hermano perduraban. El vínculo fraternal del que he
hablado antes. Pablo no parecía ser muy mayor, pero le vi bastante encorvado
—puede que a causa de la vida en el campo— y con un rostro cansado. Me miré las
manos; mis manos, que nunca habían labrado al sol ni habían sufrido los
estragos de una azada o un corte profundo. Las manos son importantes y las
manos de aquellos hombres posiblemente habían pasado por mucho: habrían estado
apoyadas en el volante, palpando las verduras, amainando el sudor de la frente,
desenredando el cabello grasiento, acariciando la piel del amor alquilado…, (¿sujetando
un cuchillo?) En cualquier caso la soledad les permitió cultivar hortalizas y ser
auténticos siervos del sol, el trabajo y quizá también de sí mismos.
No soy quien para juzgar a nadie,
ni mucho menos puedo tener la osadía de definir la actitud de aquellos hombres
de alguna manera concreta. Pero eran conocidos en todo pueblo y su antigua y
abandonada furgoneta era una reliquia monumental en aquellas tierras visibles
al ojo humano. Mientras el tordo cantaba, deduje que tenía que intentar conocer
a través de todos esos desechos el ocaso de sus vidas. Intentar saber que a lo
mejor Pablo estuvo alguna vez prometido con una muchacha. Que fueron los dos en
esa furgoneta a cualquier otra parte. Que quizá no la amaba o sí la amaba y
ella murió y el compromiso se canceló. O que quizá ella lo abandonó porque no
lo amaba o que quizá fue él en realidad quien lo hizo. A lo mejor dijo: no
estoy hecho para el lecho matrimonial, sino para el lecho vocacional. Y su
hermano se emocionó porque el sufrimiento de ser alguien solitario podía ser
compartido con otra persona cuyo linaje estaba fuertemente unido por las mismas
dificultades. O tal vez la furgoneta se había estropeado y los hermanos desde
entonces estaban malditos y quedaron así, solos. O estaban malditos de antes y
por eso la furgoneta se estropeó. O puede que tal vez la vida fuera la razón de
todo y yo estuviera desvariando demasiado a causa del calor. En cualquier caso
fue la voz de papá la que me sacó de mi ensimismamiento y no el vuelo que emprendió
el tordo cuando se cansó de mendigar atención en aquella vieja y gris rama.
Por eso cuando nos fuimos de allí
con un par de lechugas y la figura de Pablo volviéndose a adentrar de nuevo en
el invernadero, papá me dijo:
—Un buen hombre, este Pablo.
Lástima lo de su tristeza, pero vive de ella.
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