jueves, 23 de abril de 2015

a partir de la observación de un tordo


Aquel sábado amaneció soleado y con una pequeña ventolera que agitaba levemente las persianas de la casa. Hacía calor, un dato curioso si tenemos en cuenta que por aquella estación era frecuente la humedad y el frío. Había decidido acompañar a papá a comprar unas lechugas, lechugas que, según me dijo, se vendían por unos cincuenta duros cada una. A mí me pareció una idea excelente, ya que estar en el pueblo sin hacer nada tras varios días de silencio y paseos por las mismas calles, resultaba ser una tarea dura y aburrida. Así que subí al coche con él y dejé que el aire entrara por la ventanilla en todo momento, pues, como bien he dicho antes, aquel día hacía calor. Papá me advirtió sobre la corriente y el daño que podía causar en aquel mes del año el contraste de temperatura. Como siempre que hablaba de esas cosas, no lo escuché demasiado.
No tardamos mucho en abandonar la carretera que estaba bastante deteriorada y adentrarnos por unos caminos bastante estrechos. Papá se quejaba porque hacía poco que había lavado el coche y se le iba a manchar de polvo. Yo miraba a través de la ventanilla el paisaje seco. Pensé que si seguía haciendo calor de aquella manera, los campos no retomarían su habitual color verde y los agricultores no podrían labrar sus tierras. Un incordio para las manos que no pueden dejar de trabajar, me dije. En la radio sonaba un emergente grupo de country.
—Cada vez me gusta más esta música —le comenté a papá. Y entonces él sonrió y sus ojos azules brillaron.
—Normal, hija, normal —sólo dijo eso. O sólo recuerdo que dijera eso.
Me acordé puntualmente del gallo que tenía mi abuela. Cómo cantaba de alto, cada mañana, molestando a los inquilinos de la gran casa donde nos alojábamos en los calurosos meses de verano. Aquel sol actuaba de la misma manera que el gallo, o al menos así lo estimé. No tardamos mucho en llegar a los grandes invernaderos donde estaban las lechugas —y también había tomates, y pimientos, y cebollas, y toda clase de hortalizas que quisieras adquirir. Papá me dijo que aquellos hombres, hermanos solteros, vivían de ello. Me comentó que cogían la furgoneta e iban a los mercadillos a vender todo lo que estaba viendo allí. Yo veía muchas cosas y pregunté si eran de buena calidad, y él me dijo que sí, que si no, no estaríamos allí. De repente apareció uno de los hermanos —Pablo, creo que se llamaba— y saludó a mi padre. Lo conocía muy bien porque su tono de voz era amigable y al estrecharle la mano no hubo ninguna particular confrontación incómoda. A mí me saludó con la cabeza, un gesto parcial. No llevaba camiseta y su cuerpo estaba terriblemente bronceado y rojo. Tenía bastante pelo en el pecho y una barriga enorme y fea. También vestía una gorra roja, unos pantalones cortos y unas deportivas con calcetines blancos. Tras un exhaustivo estudio físico, decidí irme a indagar por los alrededores mientras papá y Pablo hacían negocios.
Vislumbré en mi pequeño paseo una furgoneta abandonada. Me acerqué a ella. Había un montón de cachivaches inútiles alrededor; estaba apoyada en un nogal enorme cuyas ramas todavía estaban desnudas y grises. Había un tordo descansando en una de ellas. No paraba de emitir un sonido seco, reclamando tal vez a otro compañero o sintonizando, más bien, su deseo de hambre a la naturaleza. Lo observé atentamente, estaba en una de las ramas más cercanas a la furgoneta. El automóvil había sido el antiguo vehículo de los hermanos, pero por entonces ya resultaba ser un desecho más que, en ese lugar, evocaba lo inservible, lo roto y lo oxidado. Había también un montón de moscas y me pareció que olía a animal muerto. Pensé, ¿cómo puede estar esto así? Pero mi pensamiento no podía cuestionarse más cosas porque no conocía la historia de aquella furgoneta, ni la historia de los hermanos, ni la historia de aquel nogal ni mucho menos la historia de aquel tordo.
Oí a la lejanía la voz de papá hablando con Pablo. Miré de reojo una vez más la peculiar figura de aquel hombre y luego posé de nuevo mis ojos en la furgoneta. Saqué una foto y la miré. Entonces empecé a pensar que tal vez aquella furgoneta no sólo había trasladado alimentos, sino también personas. Quizá Pablo y su hermano fuesen héroes clandestinos, más allá de su amor hacia Dios y la Patria, más allá de su amor hacia las hortalizas y las prostitutas —porque si eran solteros de alguna manera tendrían que amar, ¿no? Amar pagando, pero sin dejar de ser eso, amor: amor de alquiler, amor a cambio de un kilo de tomates o un par de berenjenas—. A lo mejor salvaron vidas y también animales, o a lo mejor no. Quizá sólo transportaron alimentos. Pero el vínculo fraternal los mantenía unidos y los había permitido trabajar juntos como socios. Socios de sangre. No sabía cómo se llamaba el hermano de Pablo. De hecho creo que no estaba allí cuando fuimos nosotros; de no ser así, no lo vimos. Puede que estuviera trabajando en uno de los cobertizos. No percibí movimiento secundario.
El calor estaba siendo insoportable, pero yo seguía frente a la furgoneta y encima de mí estaba el tordo. Buscaba alguna pista que hablara del pasado de los hermanos, algo que reflejara la consecuencia de la inutilidad de la furgoneta. Si bien todo tiene un fin, aquel transporte desde luego se había jubilado desde hacía ya varios años. Pero Pablo y su hermano perduraban. El vínculo fraternal del que he hablado antes. Pablo no parecía ser muy mayor, pero le vi bastante encorvado —puede que a causa de la vida en el campo— y con un rostro cansado. Me miré las manos; mis manos, que nunca habían labrado al sol ni habían sufrido los estragos de una azada o un corte profundo. Las manos son importantes y las manos de aquellos hombres posiblemente habían pasado por mucho: habrían estado apoyadas en el volante, palpando las verduras, amainando el sudor de la frente, desenredando el cabello grasiento, acariciando la piel del amor alquilado…, (¿sujetando un cuchillo?) En cualquier caso la soledad les permitió cultivar hortalizas y ser auténticos siervos del sol, el trabajo y quizá también de sí mismos.
No soy quien para juzgar a nadie, ni mucho menos puedo tener la osadía de definir la actitud de aquellos hombres de alguna manera concreta. Pero eran conocidos en todo pueblo y su antigua y abandonada furgoneta era una reliquia monumental en aquellas tierras visibles al ojo humano. Mientras el tordo cantaba, deduje que tenía que intentar conocer a través de todos esos desechos el ocaso de sus vidas. Intentar saber que a lo mejor Pablo estuvo alguna vez prometido con una muchacha. Que fueron los dos en esa furgoneta a cualquier otra parte. Que quizá no la amaba o sí la amaba y ella murió y el compromiso se canceló. O que quizá ella lo abandonó porque no lo amaba o que quizá fue él en realidad quien lo hizo. A lo mejor dijo: no estoy hecho para el lecho matrimonial, sino para el lecho vocacional. Y su hermano se emocionó porque el sufrimiento de ser alguien solitario podía ser compartido con otra persona cuyo linaje estaba fuertemente unido por las mismas dificultades. O tal vez la furgoneta se había estropeado y los hermanos desde entonces estaban malditos y quedaron así, solos. O estaban malditos de antes y por eso la furgoneta se estropeó. O puede que tal vez la vida fuera la razón de todo y yo estuviera desvariando demasiado a causa del calor. En cualquier caso fue la voz de papá la que me sacó de mi ensimismamiento y no el vuelo que emprendió el tordo cuando se cansó de mendigar atención en aquella vieja y gris rama.
Por eso cuando nos fuimos de allí con un par de lechugas y la figura de Pablo volviéndose a adentrar de nuevo en el invernadero, papá me dijo:
—Un buen hombre, este Pablo. Lástima lo de su tristeza, pero vive de ella.

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