Le dije al pequeño Tomás que dejara el martillo en el suelo porque al
final se acabaría haciendo daño. De fondo mi madre gritaba y decía que me
acabara la merienda porque estaba harta de que tardara siglos en comer un
simple bocadillo. En el fondo estaba realmente estresada porque el calor solía
acelerarle el pulso. Tenía la imperiosa manía de tenerlo todo muy
milimetradamente controlado y si no se hacía a su manera, lo mejor que podíamos
hacer era escapar tan rápido como pudiéramos. Yo aquella tarde no quería salir
a jugar porque me sentía triste. Las razones las desconozco. Pero era una
especie de tristeza no muy común en los niños. Cuando estaba en ese estado
actuaba de forma extraña; mi madre creía que era cosa de la edad, pero hoy en
día sigo haciéndolo —aunque
sea a escondidas. Empezaba mordiéndome las uñas y luego hablando solo. En
cualquier caso hablar solo nunca me ha parecido una acción de dementes, es más,
siempre lo he justificado como la aceptación de que uno mismo se cae bien y
mantiene de vez en cuando conversaciones con su otro yo, que puede ser bueno y
otras veces malo. Pero, como te iba diciendo, aquel día estaba triste y le
había dicho al pequeño Tomás que dejara el martillo en el suelo porque al final
se acabaría haciendo daño. Naturalmente el pequeño Tomás no me hizo caso. A lo
mejor era una de las causas por las que me encontraba mal. No lo sé. Mi padre
aquella mañana le había gritado a mi madre unas cosas terribles y yo lo había
escuchado todo. A lo mejor también era por eso, y a lo mejor es por eso por lo
que ahora no puedo escuchar a nadie discutir sin que me entren unas espantosas
ganas de vomitar y de llorar.
Esto en un chico no suele ser
bueno, decía mi abuelo. Quería que fuera uno de esos personajes importantes de
la política, pero a mí la política no me gustaba porque la veía muy ficticia y
muy de «lección aprendida a la cuarta vez por malos estudiantes». Mi abuelo
decía que yo podía cambiar la situación en la que vivíamos, que un país de
locos podía ser gobernado sabiamente por un loco más apasionado y su particular
forma de vida. No sé qué quería decirme con eso. Supongo que quería expresar
que en cierto modo era especial. Pero no sé por qué, si luego me decía que
llorar en público era de débiles. Mi madre trataba de convencer a mi abuelo
diciendo que eso me hacía humano y sensible y que de mayor muchas chicas iban a
querer estar conmigo porque sabría empatizar con sus problemas. Cuando lo decía
su mirada se volvía nostálgica y su tono de voz sonaba cansado. Quizá deseaba
que mi padre fuera así y que no la gritara tanto. A mí tampoco me gustaba que
mi madre me gritara pero sabía que a veces no me portaba bien y que era
imposible no reñirme. Puede que mi padre gritara a mi madre por el mismo
motivo. Bueno, eso es lo que creí durante unos años, luego descubrí que ellos
también estaban tristes consigo mismos y que lo ocultaban con esas voces y esos
alborotos que despertaban al abuelo y a mí me hacían sentir extraño. Y aquel
día finalmente el pequeño Tomás se hizo daño con el martillo y rompió a llorar.
Y yo dejé mi bocadillo a medias y también lloré. Mi madre nos miró y durante un
momento nos gritó cosas horribles, como aquella mañana le había gritado mi
padre, pero luego también lloró. Así que lloramos los tres. Y al llorar creo
que nos sentimos bastante bien porque nos pusimos de acuerdo en algo. Es
difícil que la gente se ponga de acuerdo en algo, pero nosotros lo hicimos. Supongo
que aquello nos hizo sentir como una verdadera familia. Qué lástima que no
volviera a repetirse.
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