domingo, 15 de marzo de 2015

sobre algo que cuenta alguien

Le dije al pequeño Tomás que dejara el martillo en el suelo porque al final se acabaría haciendo daño. De fondo mi madre gritaba y decía que me acabara la merienda porque estaba harta de que tardara siglos en comer un simple bocadillo. En el fondo estaba realmente estresada porque el calor solía acelerarle el pulso. Tenía la imperiosa manía de tenerlo todo muy milimetradamente controlado y si no se hacía a su manera, lo mejor que podíamos hacer era escapar tan rápido como pudiéramos. Yo aquella tarde no quería salir a jugar porque me sentía triste. Las razones las desconozco. Pero era una especie de tristeza no muy común en los niños. Cuando estaba en ese estado actuaba de forma extraña; mi madre creía que era cosa de la edad, pero hoy en día sigo haciéndolo —aunque sea a escondidas. Empezaba mordiéndome las uñas y luego hablando solo. En cualquier caso hablar solo nunca me ha parecido una acción de dementes, es más, siempre lo he justificado como la aceptación de que uno mismo se cae bien y mantiene de vez en cuando conversaciones con su otro yo, que puede ser bueno y otras veces malo. Pero, como te iba diciendo, aquel día estaba triste y le había dicho al pequeño Tomás que dejara el martillo en el suelo porque al final se acabaría haciendo daño. Naturalmente el pequeño Tomás no me hizo caso. A lo mejor era una de las causas por las que me encontraba mal. No lo sé. Mi padre aquella mañana le había gritado a mi madre unas cosas terribles y yo lo había escuchado todo. A lo mejor también era por eso, y a lo mejor es por eso por lo que ahora no puedo escuchar a nadie discutir sin que me entren unas espantosas ganas de vomitar y de llorar.

Esto en un chico no suele ser bueno, decía mi abuelo. Quería que fuera uno de esos personajes importantes de la política, pero a mí la política no me gustaba porque la veía muy ficticia y muy de «lección aprendida a la cuarta vez por malos estudiantes». Mi abuelo decía que yo podía cambiar la situación en la que vivíamos, que un país de locos podía ser gobernado sabiamente por un loco más apasionado y su particular forma de vida. No sé qué quería decirme con eso. Supongo que quería expresar que en cierto modo era especial. Pero no sé por qué, si luego me decía que llorar en público era de débiles. Mi madre trataba de convencer a mi abuelo diciendo que eso me hacía humano y sensible y que de mayor muchas chicas iban a querer estar conmigo porque sabría empatizar con sus problemas. Cuando lo decía su mirada se volvía nostálgica y su tono de voz sonaba cansado. Quizá deseaba que mi padre fuera así y que no la gritara tanto. A mí tampoco me gustaba que mi madre me gritara pero sabía que a veces no me portaba bien y que era imposible no reñirme. Puede que mi padre gritara a mi madre por el mismo motivo. Bueno, eso es lo que creí durante unos años, luego descubrí que ellos también estaban tristes consigo mismos y que lo ocultaban con esas voces y esos alborotos que despertaban al abuelo y a mí me hacían sentir extraño. Y aquel día finalmente el pequeño Tomás se hizo daño con el martillo y rompió a llorar. Y yo dejé mi bocadillo a medias y también lloré. Mi madre nos miró y durante un momento nos gritó cosas horribles, como aquella mañana le había gritado mi padre, pero luego también lloró. Así que lloramos los tres. Y al llorar creo que nos sentimos bastante bien porque nos pusimos de acuerdo en algo. Es difícil que la gente se ponga de acuerdo en algo, pero nosotros lo hicimos. Supongo que aquello nos hizo sentir como una verdadera familia. Qué lástima que no volviera a repetirse.

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