miércoles, 1 de mayo de 2013

Todo el mundo es un criminal. ¿Quién no ha matado nunca? Yo lo hago todos los días. Sin escrúpulos. Mato el tiempo, la sonrisa de las diez de la mañana, las letras (cuando las escupo sin productos químicos), los recuerdos, el café amargo… nadie me señala con el dedo cuando lo hago, nadie me llama pecadora ni asesina, lo que me hace creer que soy inocente y capaz de hacer todo cuanto me plazca. Matar por matar; matar por el placer de ver cómo algo desaparece para siempre. Y remarco para siempre porque no se trata de un simple borrado, sino de la eternidad destruyendo la solidez de un significado estático.

Lo que nadie quiso se está extendiendo como una plaga; las calles huelen a rancio, los muertos ya no ocupan los cementerios, sino los recovecos de la ciudad destruida por las vidas miméticas. Atacan con sus problemas; pro-ble-mas, existenciales, mutantes, horripilantes. Todos lactantes, apabullantes, delirantes. Los edificios están desgastados, más que la suela de los zapatos, más que los pensamientos remilgados que han sido educados bajo la tutela de la rutina generacional. Las paredes tienen ojos, las calles suprimen las ideas a base de gritos zozobrados; a causa de ello, los espejos se rompen y la piel se corta con los cristales pequeños. Hay que tener cuidado.

La coherencia está suspendida porque no tenemos un cúmulo de experiencias suficientes para entender la discontinuidad del flujo de conciencia. Somos la nada territorial y las burbujas del lenguaje mental no atan los cabos al puerto; es posible que el barco zarpe sin olas que lo guíen hacia un rumbo concreto y todos perezcamos en medio del mar. Camina, camina, la calle destila una pestilencia, un hedor típico de la soledad albina. Duele, duele, algo me está matando a mí, y no es este impertinente escozor en el pecho. No sé qué será, qué puede ser, qué quiso ser. El criminal ataca siempre con prudencia, pero de forma rápida y bastante novedosa. Si yo fuera más rápida, quizá la alineación del cuchillo que está a punto de atravesarme se convertiría en ceniza dulce, dulce como el beso que di hace dos semanas, como el café que no tenía ni una pizca de acre porque yo lo maté. Empieza a llover y yo me mojo. Me llevo la mano a la cabeza y tras tocar mi pelo húmedo me observo la extremidad: he desteñido, ya no soy yo, presencia azul bizarra, sino una invisible capa de materia corporal, casi nula, efervescente. A dónde se habrá ido mi razón, mi sentido lógico de la cognición. Me estoy hundiendo en el vacío cósmico de la juventud no disfrutada. Was wir verloren sollen.

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