Creí que este año había
tenido ya suficientes remordimientos, creí que, diciendo: fui yo, soy un
animal; creí que haciendo eso evitaría tener que pagar, pero tuve que pagar,
papá tuvo que pagar, yo contesté (¿lo hice?): te lo devolveré todo, hasta el
último centavo, te lo devolveré. Creí que algún día me lo perdonaría, me
perdonaría el fracaso, pero no puedo, no me siento capaz, no estoy, no debería
asustarme, sin eso, creo que también lo sueño sin que nadie me vea, lo sueño
como un castigo, vale, ya he acariciado suficientes cuerpos por este año, he
acariciado suficientes finales. Creí que ya había superado sentirme extraña
aquí, no puedo: este calor, este materialismo, este acné, este estudio de la
mediocridad, de la mediocridad que está siendo y será y todavía puede ser aún
más grande, más corpórea, más… no lo es, espera un segundo, es tan solo un
sencillo cuestionario, algo que se supone que tiene que acabar por sí solo.
Pero es todo tan
perverso, mira, es uno de los problemas: la destrucción del orden –que parecía
ocultarse y se presta a volver a empezar–; escucha, lee esto de Mallarmé: pues mártir soy, que viene a compartir el
lecho / donde el rebaño humano, se revuelca extasiado / (…) ¿Dónde huir, en la
revuelta inútil y perversa? Nunca he gritado tanto, nunca he tenido tanto
miedo. Escribo sobre la pesadumbre, no puedo dejar de pensar que ya no me queda
vida que amar, sino traición. Ya no camino: yerro. ¿Cómo no va a preocuparme el
tiempo? ¡Mira cuántas dudas, cuántas pérdidas! Este, este es el verdadero
problema, obsérvalo bien: está despojado de voz y extinto de memoria.
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