Si tengo algo en la cabeza, lo digo como lo siento. Soy fiel a mí mismo. Soy joven y soy viejo. Me han comprado y me han vendido, muchas veces. Soy impasible, estoy ausente. Soy igual que vosotros.
— Detachment, Tony Kaye
[...] Una vez conversé con una
compañera en el trabajo. Le dije: no quiero tener hijos. Ella preguntó: por
qué. Contesté: no me gustan los niños. Y me espetó, con soberbia: eso te viene
del feminismo. Quise partirle la cara allí mismo, pero no lo hice porque me
caía bien. Sucedieron así muchos días. Días cómicos y tétricos, días de
estabilidad y una leve ataraxia que me hacía sentir extrañamente bien. Seguía
sin sentir amor, pero al menos el odio se suavizó. Aunque enfermé, de una
manera u otra, interpretándose como se quiera, pero fue así: caí enferma. Me
subió la fiebre y un terrible y agudo dolor de garganta hizo que cada trago o
cada bocado fuera el más de los temibles infiernos. Evidentemente acudí en
aquel estado al trabajo. Si no lo hacía, ¿quién lo iba a hacer por mí?
Recuerdo aquel día
bien, además, cuando un sintecho entró en la tienda, borracho, y nadie lo
socorrió. Fue así. Una dijo: por favor, procure no vomitar aquí. El hombre
estaba en el suelo, medio inconsciente, musitando cosas que apenas nadie podía
llegar a entender. Y todas lo mirábamos desde arriba con desdén. La tienda
apestaba y lo único que se hizo fue limpiar el suelo cuando la ambulancia vino
a recoger a aquel moribundo ser humano. Nosotras siempre desde arriba. Él
siempre desde abajo, suplicando. Me di asco. Esta vez no solo odié a los demás,
sino también me odié a mí misma. [...]
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